La casa del Abuelo Manuel

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Escritor aficionado.
Participante del taller de escritura y lectura a cargo de Abdón Ubidia.
Coordinador del Club de lectura Cuervx desde 2018.
Primer lugar del Concurso REMICCS, terminemos el cuento, con la obra La nostalgia de Pleysho Guntherdin, 2019.
Segundo lugar en el Concurso de poesía por la Naturaleza, con el poema Verónica, lluvia y tierra, 2012.

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El semáforo cambió a rojo en la intersección de la Atahualpa y Unidad Nacional, obligándome a frenar justo donde se encontraba la antigua casa del Abuelo Manuel. Junto con otras cercanas, sería demolida para construir un supermercado en su lugar. Minutos después, frente a la página en blanco del computador, me fue imposible no pensar en ella y en los últimos momentos que vivimos ahí.

Aquella noche de febrero de hace tantos años, Abuelo Manuel aún no había llegado, pero nadie más lo notó. Solo yo, que espiaba por la ventana, siguiendo el baile de unas extrañas luminiscencias en el patio central. Afuera, las calles parecían laberintos desérticos. Era viernes y fin de mes, así que los escasos sueldos irían derrochándose en tragos mitigantes, putas y cigarros. Las cantinas de mala muerte del otro lado de la ciudad burbujearían en vapores de alcohol; en pestilencias de hombres solitarios, tristes de amor; en una bullaranga de música para llorar las penas de una pobreza circular. ¿Cuántas almas emborrachadas vagando inútilmente para volver a casa?

Y ahí es donde se encontraría el Abuelo Manuel, mientras en la casa nadie lo extrañaba. En el momento menos pensado escucharíamos un tronar de porrazos en la puerta y las maldiciones más impúdicas del rey exigiendo paso libre por su reino. Sería padre o la abuela quienes se arriesgarían a un encuentro frontal con el ebrio desquiciado, mientras mis tíos y primos estarían a salvo en el segundo piso, disfrutando del espectáculo desde la terraza. Luego, los gritos, las contusiones mudas y los ladridos comunales.

Mamá solía hacernos dormir temprano en aquellas ocasiones, con la esperanza de que el sueño nos atrofiara los sentidos, sordos y ajenos al caos imperante, perdidos en sueños felices de pelotas y chocolates.

Esa noche me aferraba a la vigilia para comprobar mi victoria. Había apostado con mi hermano que, en esa borrachera, Abuelo Manuel tropezaría en las gradas, con una gracia de payaso despistado. Pero los minutos se resbalaban por las tejas rotas, por las paredes descascaradas y se aturdían en los pisos de madera vieja. En el cuarto compartido, ya todos dormían, incluso mis padres, y el foco de la cocina, donde la abuela hervía su espera con agua de toronjil, se había apagado hacía poco.

Fue entonces cuando noté aquellas luces divagantes, en aquel mutismo anormal de fin de mes, en plena oscuridad del abuelo ausente. Y parecían hablarme, como deben comunicarse las abejas, dando saltitos aleatorios, tiritando su brillo verdoso en la noche helada. Parecía un juego de ver quién iluminaba menos, como si estuvieran quedándose sin combustible. Con la calma aparente de una noche sin espectáculo, decidí investigar. Una escena de película: la búsqueda de un tesoro desconocido en medio de aquellas ruinas.

Las luces seguían bailando en el patio, las macetas despostilladas albergaban a las begonias tristes y la piedra de lavar estaba gris, taciturna con su tanque vacío. Los destellos avanzaron hacia los escalones frontales. La puerta estaba ligeramente abierta. Era raro porque padre siempre la atrancaba con especial esfuerzo los fines de semana. Mis latidos retumbaban como el trote de hormigas furiosas. Me paralicé pensando que en cualquier momento entraría un ladrón, y me llevaría para criarme como su hijo, o peor aún, que el abuelo atravesaría aquella puerta y que sería yo quien recibiría todos sus agravios. El frío y las luces, que salieron hacia la calle, me impulsaron a seguir. Avancé despacio hacia la entrada y fue entonces cuando lo vi: la figura de aquel anciano alcoholizado, recostado contra la pared exterior. El grito se ahogó al reconocer al Abuelo Manuel, con la piel pálida, amarillenta, la espalda doblada en un extraño ángulo y la barbilla sobre el pecho; con aquellas luces fatigadas rondándole la respiración. 

Corrí hasta la cama de mis padres, los sacudí para que me escucharan.

  • El abuelo está sentado afuera– chillé.
  • ¡Pues déjalo que duerma, y déjanos dormir!

Tampoco tuve mucha suerte con la abuela, por mucho que llamé a su cuarto no tuve respuesta, y ni siquiera intenté ir donde mis tíos. Volví a mi cama y tomé una manta. Salí de nuevo para colocársela al Abuelo en las piernas, sin saber qué más hacer. Las luces habían desaparecido. No imaginaba que serían los últimos días en aquella casa. El rey ha muerto, viva el rey. Sin el Abuelo, deberíamos buscar otro hogar.

El medio de comunicación no se responsabiliza por las opiniones dadas en este artículo.

La Disputa

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