Creyente, profesional, emprendedor y cafeinómano. Trabajo por ser empático, solidario y justo. Mi fin último: trascender.
Se había levantado somnoliento, casi igual de cansado como cuando se acostó a dormir. La noche anterior como de costumbre, no fue sino hasta después de haber transcurrido casi 3 horas en que pudo conciliar sueño o, mejor dicho, desde que decidió dormirse.
Después de pasar la pantalla con el pulgar en su teléfono celular, revisando las redes sociales, y entre estas, las fotos de sus amigas, de las modelos con las que soñaba y con la que tenía pensamientos y actos libidinosos, los mejores goles de la historia, los análisis de los mejores jugadores de todos los tiempos y uno que otro baile ridículo en tik tok o en los reels de sus amigos o influencers en Facebook. Todo esto entre uno y otro pedo sonoro y oloroso que ventilaba con las sábanas para disipar sus insoportables efectos.
Al oír el canto de los gallos de la vecindad, fue cuando dio media vuelta a la almohada, se acobijó, dejo su celular casi sin batería, con el cerebro que no sabía en qué pensar, e intentó conciliar el sueño.
La alarma como siempre escandalosa e inoportuna dio las 7 de la mañana. Hora en la que todos los comunes mortales piensan seriamente si la vida que llevan es la que anhelan o la que desgraciadamente les ha tocado vivir. Mientras se preparaba el desayuno, pensaba seriamente las razones por las que se había dormido tan tarde. No entendía con claridad que efectos secundarios o qué tipo de maleficio tienen las redes sociales que envician tanto.
Alguna vez un amigo cercano le había comentado que los creadores de toda esta mierda del metaverso lo hacen a través de la neurociencia, estudiando los comportamientos de los humanos y sus aficiones, y es allí donde atacan: en crear una necesidad irreal para luego convertirla en indispensable en las personas, sobre todo en los carentes de afectos, de atención, de dinero, de amigos y de amores. Y fue allí cuando pudo entender algo, porque él encajaba en el target del sistema.
Las noticias y las redes sociales no hablaban de otra cosa: del paro nacional, de los indígenas que se han tomado el país, de los vagos que no trabajan y de que todo quieren gratis. De los que defendían la actitud de los longos, de los pobres campesinos y agricultores que nos matan el hambre y siembran la tierra, en fin, la cosa estaba candente.
Él, como siempre apático ante el mundo, por un lado, veía a los manifestantes como valerosos, con huevos, arriesgados, de ñeque porque pelean por todos los ecuatorianos, no solo por ellos. Y por otro le cabreaba que todo este barullo de cosas que se veía: la gente que no apoya cuando todos se benefician, el presidente indolente y sin intención de hacer nada, los servicios públicos y privados que se atrasaban en prestarse, aunque no fuesen comúnmente prestados de forma eficaz, pero es lo que había y a eso estaba acostumbrado.
Tenía miedo de morir un día de estos, al hacer trasbordo en el transporte público para ir a trabajar, aunque odiaba su trabajo. Bueno, odiaba a la gente que hay en su trabajo, porque le gustaba lo que hacía. Le encantaba estar en las computadoras y hacer el trabajo técnico, resolver problemas, sentirse importante por resolver minucias, al menos él, las consideraba así.
También pensaba en la familia de los muertitos, sufría en el fondo, porque le recordaba cómo había muerto su padre: defendiendo la vida en la guerra del 95. Guerra de la que nadie se acordaba, cuando después de haber peleado como perros, les regalaron la tierra a los peruchos.
En el fondo, anhelaba estar en el meollo del asunto, tirando piedras y quemando la ciudad. Pero su situación no se lo permitía o al menos él no se podía permitir, porque las deudas y los compromisos adquiridos no le permitían renunciar al trabajo y unirse a la causa, aunque fuesen sólo unos días. Además, sabía que cuando termine todo esto, nadie se acordará después y este acontecimiento sólo será uno más en el día a día de su querido Ecuador.
Como todo acontecimiento que pasaba últimamente, la coyuntura de esos días solo era un tema para hacer memes y para pelearse con los panas y la familia. Él, carecía de ambas cosas, panas y familia. Con los primeros, porque no confiaba mucho en la gente y con la segunda porque la que tenía era reducida y vivía en otra provincia.
A media mañana tomando el cafecito de costumbre, charlamos largo y tendido. Me tenía mucha confianza y me contaba ciertas cosas que no se le puede contar a todo mundo. Después de desahogarse y contarme sus últimos romances fallidos, sus deseos de renunciar al trabajo para ir a probar suerte en el extranjero, de su desidia con la vida y su sinsentido a las cosas que hace, le comenté que estaba muy feliz porque yo iba a ser tío y consecuentemente él, papá. Fue ahí cuando conocí la cara de la gente que empieza a tener gustito por la vida.
Encuentra otros artículos del autor -> Álvaro Peña
La Disputa, visita nuestras redes sociales: