Antropólogo, comunicador social, lector empedernido, diablo de Píllaro. Realizó investigaciones en fiestas populares, teatro, literatura ecuatoriana, violencia de género y música andina.
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¿Qué harías si pudieras retornar de la muerte a tus seres queridos? ¿Si existiera una forma, traerías de vuelta a tu mascota, a tu hijo o a tu pareja? Aún si eso significara interrumpir el descanso eterno en un sacrilegio de dioses y demonios.
Intentar la máxima prohibición: resucitar a los muertos, implica la pérdida del alma y el fracaso, porque las personas (y los animales) no regresan del más allá. Lo que retorna es otra cosa, un ser de la noche, un fiasco, una copia malhecha y malvada, un fraude, un homúnculo que intenta parecerse a su original sin conseguirlo; un no-muerto, sin gracia, ni sentimientos, una figura oscura y patética sin piedad, un esperpento terrorífico, un adefesio, una equivocación, una expiación inútil de culpas, un error, un funesto e irreparable error.
En “Cementerio de Animales” (Pet Sematary), publicada en 1983, Stephen King lleva a sus personajes (y lectores) a situaciones límite al plantear y poner en práctica la resucitación de la carne a través del enterramiento de cadáveres en un antiguo cementerio indio “Micmac” perturbado por la presencia del wendigo. La novela significó un éxito de ventas y su primera adaptación cinematográfica, dirigida por Mary Lambert en 1989, confirmó el status de King como un autor de culto y también de best-seller.
En “Cementerio de animales”, el maestro del terror contemporáneo, utilizó experiencias biográficas para configurar su narrativa: en 1979 vivía con su familia en una casa de alquiler adyacente a una peligrosa carretera en la que eran atropellados diversos animales, entre los que estaba el gato de su hija; esto disparó su perturbada imaginación. ¿Qué pasaría si se pudiera revivir a una mascota víctima de la carretera? ¿Qué pasaría si la víctima fuera un niño?
Seguramente los padres quisieran traerlo de vuelta como en el cuento de W.W. Jacobs “La pata del mono” (1902) ¡Cuidado con lo que deseas! La genialidad de la obra radica en su poderoso retrato de dos de los miedos más angustiantes de los seres humanos: el temor a perder un ser querido, el duelo y la muerte; y, la lucha constante por evitar caer al vacío, a la remota oscuridad del dolor. Premisas vitales de una novela contundente, al punto que el propio Stephen King confesó padecer inquietud real al escribirla.
La trama, por demás conocida, sigue la cadena de atropellamiento, fallecimiento y resucitación de la mascota, el gato Winston Churchill (Church), y de Gage, el hijo menor del doctor Louis Creed recién instalado en Ludlow (Maine). Louis arriba junto a su familia para asumir el cargo de director médico de la universidad, sin sospechar que la autopista, los camiones y aquella extraña fuerza maligna de los bosques que actúa como un imán, provocarían más de una desgracia.
La lectura de “Cementerio de animales” no ofrece descanso: de inmediato y de entrada, conocemos a Jud Crandal, enigmático y “amable” anciano que conoce los pormenores del macabro pasado de Ludlow, como si fuera partícipe de algún secreto tenebroso. El lector atento no dejará de sospechar del viejo que, en última instancia, fue el vehículo ideal para conducir a Louis a su funesto destino. Enseguida conocemos el “Pet Sematary”, círculos concéntricos que sirven de lápidas y recintos mortuorios para las mascotas del lugar; espirales sombrías que se tatuaron con fuego en la mente de Rachel, esposa de Louis, y en la de la pequeña Ellie, hija mayor de la pareja.
Los accidentes se precipitan: del espantoso incidente del estudiante descalabrado pasamos a las visiones y visitas nocturnas de Louis al cementerio de mascotas acompañado por el espectro de Víctor Pascow, oráculo indio que presagia y advierte sin ser escuchado. Y de pronto, surge la tragedia, mientras Rachel, Ellie y Gage toman unas vacaciones en el hogar de los abuelos maternos, un camión atraído por el enigmático poder de los bosques arrolla a Church, consentido y favorito de la niña, suscitando lo inevitable.
Cuando Jud tomó las herramientas, el pico y la pala; Louis entendió que algo andaba mal. Cuando juntos atravesaron la profundidad de la noche, escuchando los gemidos de los árboles, protegidos por el wendigo, con los restos del gato atropellado entre las manos; Louis comprendió que la muerte no era lo más natural del mundo, como sugería su cerebro científico.
Cuando church regresó por la mañana, apestoso, agresivo, con movimientos torpes; el doctor Creed -el nefasto doctor/resucitador-, supo que la muerte no era el final. Supo también que lo perdería todo, que tarde o temprano su necedad le devolvería a los terrenos de ultratumba de los indios Micmac, cargando el cuerpecito maltrecho de su hijo. Es que intentar revivir a alguien es una sandez, un vano camino por el que muchos anduvieron sin saber aceptar, con resignación, la violenta partida de un ser amado, sin sobreponerse al duelo, quedándose con el recuerdo obsesivo, la sinrazón y la desesperanza, generando una patología que busca, por medios imposibles, la abertura del reino de la muerte. Es que nadie sabe lo que hay después de la vida/muerte, nos toca conformarnos con fe, dogmas y esperanza, con certezas de cielos o infiernos, de reencarnaciones, de liberación o de la nada; promesas todas que están por cumplir.
La narración de King es trepidante, repleta de juegos de palabras, reiteraciones, enigmas y monólogos interiores de sus personajes. Las acciones se suceden repentinas, con diálogos ágiles, vertiginosos, interesantes, memorables: “el corazón humano es aún más árido”, “el hombre siembra solo aquello que puede y lo cuida”, “Oz el Ggande y Teggible”.
La descripción de los escenarios cobra énfasis al retratar los sitios y trayectos lúgubres: el cementerio de mascotas, la linde del bosque prohibido, la escalera de troncos vetustos, las arenas movedizas, los gritos del wendigo, el cementerio Micmac. El lector queda sumergido en un código de verosimilitud que refuerza lo fantástico de la resurrección mientras contempla la locura progresiva de Louis Creed -nuestro médico protagonista- que termina seducido, sin piedad, por una fuerza maligna que se aprovecha del sufrimiento y la asfixia del duelo, aquel oscuro océano que surcamos mareados en un barco sin rumbo y sin timón, para manifestarse a través de homúnculos deformes.
Estos elementos: la verosimilitud y la locura, podrían considerarse, al igual que las menciones al demonio “Oz el Ggande y Teggible”, criatura invisible que, silenciosa, aguarda entre las sombras con la guadaña desenvainada; como guiños al terror cósmico y a su genio creador.
“Hola, chicos, me llamo Oz el Ggande y Teggible, pero podéis llamarme Oz a secas. Al fin y al cabo, somos viejos amigos. Pasaba por aquí y he entrado un momento para traerte este pequeño infarto, este derrame cerebral, etcétera; lo siento, no puedo quedarme, tengo un parto con hemorragia y, luego, inhalación de humo tóxico en Omaha”. Stephen King
“Oz el Ggande y Teggible”, es una manifestación de los temores infantiles de Rachel, que acompañó y sufrió la enfermedad, y el gris final de su hermana; sin entender del todo el enigma de la vida y de la muerte. Ninguno de nosotros lo entiende, el que diga entenderlo es un embaucador, un dogmático, un arribista.
El amor, el duelo y la necedad, son algunos de los elementos que se juntan en “Cementerio de Animales”, una novela que no dejará a nadie indiferente, puesto que demuestra que la muerte de un ser amado puede sacar lo peor de nosotros, provocando destrucción y autodestrucción.
Perder a un hijo debe ser el dolor supremo, lo que nos lleva a la inquietante idea: ¿Por qué un padre prefiere un hijo zombi a un hijo muerto? El buen terror, como la buena comedia, es crítico con la realidad ¿Se puede amar tanto a alguien como para no aceptar su muerte? Aceptar la partida final es la moraleja de esta horripilante historia, que critica de manera indirecta, los inservibles intentos humanos por vencer el orden mortal de las cosas.
El Cementerio de animales es un vector del pensamiento que nos recuerda que muchas personas tuvieron su primer contacto con la muerte cuando falleció una mascota, la inocencia de la niñez guarda la esperanza de volver a encontrar a nuestros cachorros, perritos y gatitos; la inocencia/ignorancia en la madurez nos lleva a creer en una vida después de la muerte. Recordemos, la muerte es (debe ser) el final.
“Tal vez aprenda algo sobre el carácter de la muerte, que es allí donde termina el dolor y empiezan los buenos recuerdos. Que no es el final de la vida, sino el final del dolor”. Stephen King
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