Tratar de definir un atributo propio de la naturaleza humana me resulta imposible, más aún sin haber tenido acercamiento alguno a su belleza hasta ahora. La única aportación que estoy en condiciones de hacer proviene de tardes enteras de procrastinación y mis furtivos escapes a mi muro de Facebook, en donde, en múltiples ocasiones, me he detenido con especial atención a leer una tras otra, publicación de gente que no conozco sobre autores que no conocen.
De todos modos, considero que la época a la que pertenecemos puede acortar el tramo existente entre la poesía y nuestros espíritus. Si de algo sirve tanta tecnología, que sea al menos para aproximarnos, tan siquiera por simple curiosidad, al encanto de las artes. El trayecto no va a ser sencillo, requiere compromiso y humanidad, dos cualidades que no todos estamos dispuestos a sacar de su envoltura. Y es que en esta era digital es mucho más sencillo compartir una frase de alguien de quien apenas sabemos su nombre para expresar lo que sentimos con deslealtad absoluta hacia nosotros y nuestro potencial creativo. Tal es la dimensión que los trabajos de Bukowski (1920-1994) -y cito con cierta vergüenza al ser uno de los pocos exponentes de los que apenas sé su nombre- han adquirido en nuestro presente, al ser tomados como piezas de reconocimiento en base a experiencias exageradas e incluso ajenas a nuestra individualidad.
Apesadumbrado, debo admitir que yo mismo lo he hecho; he rehuido, más veces de las que me atrevo a reconocer, a simplemente sentarme, tomar lápiz y papel y plasmar la tristeza, la soledad y el abandono que me han cobijado en mis 22 años de vida. Hábilmente, he sorteado un encuentro con mi lado más humano para evitar que me susurre al oído aquello que tanto me perturba. He preferido buscar consuelo en publicaciones insulsas que solo me han encaminado hacia la culpa y la autodestrucción. Pero ¿en serio es tan difícil escribir poesía como para esquivarla a este nivel?
Jaime Jaramillo Escobar (1932) dice en su texto “Como leer poesía” (2006) que escribir un poema es fácil, cualquiera lo puede intentar. Por lo que el verdadero quid del asunto se encuentra en la lectura y en el estudio de la hermenéutica para su comprensión.
Habiendo aceptado este hecho, el primer paso es adentrarnos en este submundo y escoger aquello que nos resulte cuanto menos interesante. Lo que puede retrasar nuestra cruzada es el desconocimiento y la inexperiencia, por lo que en principio es probable que trastabillemos de un lado a otro hasta encontrar nuestro norte. Si después de este percance seguimos en pie, podemos empezar a disfrutar de la diversidad poética.
En el camino encontraremos escritos de todo tipo. Algunos que destaquen la auténtica belleza de la poesía, otros más atrevidos que incorporen elementos nuevos a la composición poética y unos cuantos que no se ajusten a los estándares tradicionales.
Sea cual sea el estilo al que nos vinculemos, nuestro mayor interés debe ser la legitimidad artística que tengan los escritos que leamos. De no ser capaces de discernir entre esto y aquello, la belleza puede ser confundida con suntuosidades académicas. Testifico como un ejemplo de ello. Personalmente, he malinterpretado el arte de la escritura con el uso desmedido de términos rebuscados para causar en mis escritos un efecto de brillantez y erudición. Ha funcionado la mayoría de las veces, debo decir, pero la literatura y la poesía no son susceptibles al engaño ni a la pretensión.
Superando este obstáculo y suponiendo que hemos llegado indemnes hasta aquí, lo que podría llamarse un delirio narcisista o simplemente la necesidad de ser reconocidos, emerge. Esto se explica por el hecho de que es grato encontrar escritos que parecen haber sido elaborados expresamente para nosotros, como si el poeta hubiese dado voz a nuestro sentir. Incluso si lo que se lee fue escrito hace milenios, la perpetuidad de la poesía no conoce de tiempos ni espacios para llegar hasta nuestras sensibilidades. Si hay algo que garantice su perennidad es su conversión en emoción, lo demás es inconstante, conocimiento voluble y fanfarronería vacía. Así, dialogar con el pasado a través de las emociones no es tan descabellado después de todo. La persona que decida emprender este viaje debe poseer conocimientos de lo que se dice. Pero la simple tenencia de información no es suficiente. Jaime Jaramillo Escobar (2006) menciona que la intuición es el requisito indispensable para la lectura de poesía. Sin ella, ni las referencias históricas ni la hermenéutica servirán de nada.
Es esa misma intuición la que nos facilita no solo la comprensión del significado que yace en el trasfondo del poema, sino que también nos inhibe de caer en las ya mencionadas suntuosidades vanguardistas, experimentalistas y culteranas que pretenden vender lo antiguo disfrazado de novedad. Estas construcciones insípidas, se embozan con falsa elocuencia, sin siquiera dejar espacio para la claridad del entendimiento. Por desgracia, no todos tenemos esa clarividencia y somos propensos a ser timados con estas adornadas innovaciones de lo ya visto. Dicha argucia no debería contar con credibilidad alguna en una manifestación del arte que rebasa a la propia historia y que, sin embargo, mantiene su misma esencia, renovada con el paso del tiempo, pero intacta y libre de evoluciones.
No está a discusión su carácter continuo y sostenido, lo que sí es cuestionable es el atestar la mente de un exceso de poesía. Por irrisorio que suene es así. Aquel que crea que por leer un haz de libros o por escribir una serie de versos es poeta, solo demuestra la superficialidad propia de nuestra época. Juan Jaramillo Escobar (2006) menciona que quien lee mucho, lee mal. Lecturas apresuradas poco dejan. Por lo tanto, lo idóneo es un consumo selectivo de poesía. Dosis moderadas de buen contenido que eviten saturar nuestra mente de información innecesaria.
Selectiva, sin duda, esquematizada y ordenada, jamás. La poesía es una actividad que surge sin previsión ni anticipo. Es una casualidad, producto del azar y la indeterminación, pero también es reflejo del alma y palabra de verdad. Como la vida misma, es impredecible. No es objeto de especulaciones o conjeturas, es un interruptor que se enciende con el correcto incentivo en el momento menos esperado para evocar en nosotros la admiración a sus implicancias. Si me lo preguntan a mí, alguien que hasta antes del caos pandémico estaba enfocado en cosas superfluas y en personas perversas, mi mayor estímulo fue sin duda el encierro. En casa, con tiempo de sobra, equipado con libros cuya presencia antes me era indiferente y con un ávido deseo de aprender, el conocimiento se convirtió en una autentica búsqueda del tesoro para mí. Un motivo para levantarme cada mañana y omitir las penurias.
El poder admirar las letras y lo que tienen que decir es una de las mejores sensaciones que esta pandemia pudo gestar en mí. Debo confesar que, durante un tiempo, la idea de volver a la normalidad me aterró. Supuse que todo el progreso que había conseguido solo se desvanecería, ahora sé que no. Aunque mis competencias en literatura y poesía siguen en fase de prueba, el interés por crear a partir de lo roto es un tema que por las noches me quita el sueño. Si no soy capaz de componer arte desde las cenizas ¿entonces para qué seguir?
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