Sororidad no es indolencia

Análisis sobre la corrupción en el Estado y el silencio de un grupo de mujeres en el poder legislativo y ejecutivo

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Magíster en Estudios Latinoamericanos mención Política y Cultura. Licenciado en Comunicación Social. Analista en temas de comunicación, política y elecciones. Articulista de los medios digitales: Revista Plan V, Ecuador Today, Revista Rupturas, Diario del Norte y La Línea de Fuego.

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Que nadie se sorprenda, la facción del feminismo acomodaticio y pedigüeño de hoy en día tiende a silenciar -y hasta hipotecar- su voz crítica frente a la polémica gestión de mujeres que, en el ejercicio cotidiano de sus funciones, han devaluado la dignidad de los cargos que desempeñan en varias de las instituciones del Estado.

Pareciera que este tipo de “sororidad”, esta autocensura con potenciales fines de lucro político -y posiblemente económico- encierra en sí misma una excusa cobarde para desarticular toda acción de escrutinio público, al elevar a máxima el que una persona, por el simple hecho de ser mujer (indígena, afro o de cualquier otra etnia minoritaria, incluso por encima de su formación y experiencia, académica y profesional), sea catalogada de honesta; aunque la realidad real -libre del costoso marketeo y la parafernalia mediática- dé cuenta de lo contrario.

Tal es así que, cuando son observadas por el lente acucioso del periodismo, estas mujeres recurren -por sobre cualquier argumento de eficiencia y honestidad- a la famosa violencia política de género y hasta al racismo, para lavarse el rostro con demandas.

Pero esto no es todo, esta “sororidad” políticamente incorrecta con la génesis del feminismo también encubre y violenta las luchas de las propias mujeres que, pese a ser autoridades, son víctimas del autoritarismo de otras mujeres que ejercen el poder desde el mismo Estado, quienes han lucrado de las luchas históricas contra la invisibilidad de una democracia con sesgo patriarcal y que -irónicamente- hoy reproducen los vicios del pasado en el desarrollo de su gestión.

Algo de lo que muy poco o casi nada hablan las integrantes de los colectivos feministas, más aún en espacios públicos; la razón es sencilla: estas mujeres no pueden darse el lujo de perder potenciales clientes y su esporádico nexo con el poder, que suele recompensar la fidelidad y el silencio con notoriedad política, eventismo, cargos y reconocimiento público; suficientes para saciar cualquier angurria atrasada. Frente a ello, es más conveniente hablar de cuotas de género, mayor presencia en lo público y -desde luego- mayor presupuesto, porque las platas son infaltables en cualquier conversación.

Pareciera entonces que la palabra sororidad introducida deliberadamente por mujeres para su uso exclusivo, y resignificada a conveniencia de una longeva élite feminista que no logró enquistarse en lo público el siglo pasado, tiende a desarticular cualquier ejercicio de fiscalización y control a la gestión de otras mujeres en el Estado. Es decir, el fin de esta palabreja manoseada es desmantelar la lucha contra la corrupción que promueven unas mujeres -a quienes se califica de “locas”, “intratables” y “problemáticas”; respecto a la administración de otras, cuya credibilidad y honestidad se dilapidan a diario.

Lo cual me conduce a formular algunas preguntas necesarias, ¿qué tipo de activismo llevan a cabo las mujeres respecto al hostigamiento y la violencia materializados por otras mujeres desde el poder?, ¿existe este activismo?, ¿reconocen a las víctimas como tales o es mejor regresar a ver a los hombres para tener un contendiente con quien su “coherencia” no entre en conflicto? Situación preocupante, pues el feminismo no puede ser obstáculo, sino liberación, empoderamiento y lucha por causas justas que no riñan con la ética.

Si los colectivos feministas no tienen claro esto, si “se hacen de la vista gorda”, si son indolentes e incoherentes consigo mismos y con las mujeres, perderán toda oportunidad de recuperar, y feminizar la democracia y sus principios.

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