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La taza de café

Cuento corto de Álvaro Peña, Obra: La taza de café

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Álvaro Peña

Creyente, profesional, emprendedor y cafeinómano. Trabajo por ser empático, solidario y justo. Mi fin último: trascender.

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El gélido viento de la fría mañana irrumpía la rendija de mi ventana como quien, invitándome a levantarme para empezar con la tediosa tarea de trabajar y entender el sentido que tenía este afán en mi cerrado y aislado mundo -producto de la excesiva soberbia que circundaba mi corazón, herido por tanto desamor-.

Eran las seis de la mañana, el sol tardaría ese día en salir, quizá porque los enamorados disfrutaban más aquel catorce de febrero con un tenue y sombrío día y él para no dañar aquel romántico espectáculo se mantenía oculto como testigo fiel de aquel sentimiento. En mi caso, era como un presagio que sentía cada vez que algo en mi vida iba a cambiar de manera rotunda y contundente.

De lo que sí estaba seguro es que ese día no sería como todos, porque no era un día cualquiera, era día de los enamorados y yo como loco enamorado de todo y de nada a la vez, sabía que ese día sería diferente. Esperaba el milagro, el que siempre ocurría cuando se presentaba esa fuerza regurgitante que encendía y quemaba mis entrañas que sólo los enamorados pueden dar fe sabiendo que algo va a pasar.

El olor a café mañanero que provenía de afuera hacía que mi mente divague la elección si tomar el mío propio o seguir a merced de esa penumbra y desazón que solo tu recuerdo me traía y con él, una gran desilusión. Sabía que estarías allí y que también el café formaría parte de ese romántico encuentro, como cada semana. Según lo acordado y que coincidentemente esta vez, sería un catorce de febrero. Que ironías de la vida. La distancia geográfica se hacía corta ante el deseo fulgurante y la pasión desorbitada, que despertaba el solo sentir tu aroma cerca.

Vanos fueron los intentos que realicé por describir tu meliflua presencia y plasmarla en un papel. La sensatez me instaba a que sólo la disfrute, pero yo quería hacerla inmarcesible con un poema, una carta o un signo, que llenen el vacío que dejaban tus días de ausencia hasta el próximo encuentro.

Decidí no trabajar ese día, me declaré enfermo. De verdad lo estaba, infortunadamente no había medicina que me curase, tu sola presencia espabilaba el desdén de vivir y de soportar esa vana ilusión. Seguir durmiendo fue la mejor opción. El día transcurrió como lo esperaba, con parsimonia y expectativa; las radios se empeñaban en romantizar el día al son de balada y bolero. Los saludos y mensajes para los enamorados solo prefiguraban mi encuentro contigo.

La tarde fue el espacio imaginario donde no habría más tiempo de espera sólo el tiempo de contemplar tu insólita belleza y de disfrutar del sabor de tus labios, que al igual que tu belleza, me fue imposible describirlo en palabras. Recordarlo solo incitaba mis deseos, que se veían ofuscados por la ironía de este furtivo encuentro es que dada su corta duración no podía ser disfrutado en su totalidad, porque la idea de pensar cómo soportar los siguientes siete días, hacía que todo se torne inútil. Ni lo uno, ni lo otro, no se podía vivir a plenitud, o sería tal vez porque se trataba de un amor prohibido cuyo precio era este.

Me arreglé sin vacilar y salí a tu encuentro. Las calles estaban copadas de rosas, regalos, globos y toda una gama de detalles que hacen del día de los enamorados una fecha especial. Las parejas de enamorados desfilaban las calles, todo era risas y algarabía.

Pasé por la chocolatería buscando tu chocolate favorito. Se había agotado. No tenía más opciones, porque los detalles conmigo, casi no se daban, opte por comprarte flores y llevarlas bajo el brazo, mientras el viento frío chocaba en mi cara y consumía muy a prisa mi cigarro. Tenía la confianza que el sabor amargo de la nicotina desaparezca con uno solo de tus besos, aunque sabía que odiabas que haga eso, sin embargo, la ansiedad me mataba y prefería correr ese riesgo.

Llegué al lugar de siempre, la misma mesa del fondo, donde la luz tenue hacía del lugar más romántico, la verdad era un escondite, no podíamos darnos el lujo de exhibirnos. El mesero como siempre llevó mi café, que era como el preludio de este encuentro, sin imaginar que esta vez sería más amargo que de costumbre.

Una nota en la servilleta junto a la taza de café terminaría con toda esta falacia llamada amor y de la cual me había estado alimentando muy mal las últimas semanas. – ¡se acabó, no más! – decía y como fondo de aquel tétrico mensaje, el rojo carmesí de unos labios que jamás volvería a besar, porque se terminó de una vez para siempre… 

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