Escritor aficionado.
Participante del taller de escritura y lectura a cargo de Abdón Ubidia.
Coordinador del Club de lectura Cuervx desde 2018.
Primer lugar del Concurso REMICCS, terminemos el cuento, con la obra La nostalgia de Pleysho Guntherdin, 2019.
Segundo lugar en el Concurso de poesía por la Naturaleza, con el poema Verónica, lluvia y tierra, 2012.
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Xavo solía sentarse a mi lado en la oficina de tesistas. No diría que fuésemos amigos. Antes de coincidir en el laboratorio, apenas nos habíamos cruzado un par de veces en la Facultad. Ahora, sin embargo, antes de empotrarnos frente a los respectivos computadores y no levantarnos hasta redactar al menos un mínimo párrafo de la tesis infinita, intercambiábamos algunas impresiones variadas de música, cine, literatura y hasta comida. Esas charlas matutinas se extendían durante los primeros minutos de la jornada, acompañadas por un café que me apresuraba a preparar antes de que llegaran los demás. Se volvió casi una rutina que hacía más llevadero el tedio de un trabajo incesante y aligeraba el ambiente viciado de aromas químicos (al que ya estábamos acostumbrados después de largos años de carrera, pero que alguien externo no podía dejar de comentar mientras arrugaba la nariz). Descubrimos así que teníamos muchas cosas en común, desde nuestra mutua admiración por Cortázar hasta la repulsión por esos ritmos primitivos de acordes monótonos, que parecían nunca pasar de moda. Leonardo debió notar algo más, algo que a mí se me escapaba con la facilidad con que la lluvia resbalaba por las ventanas en esos días de noviembre.
Joven Leo se autodefinía como terraplanista, homofóbico y correista, cualidades que no dejaban de sorprendernos y extrañarnos. Pero más fascinante era su secreta afición por coleccionar expresiones. Recurría a preguntas embarazosas, juegos de verdad o reto, forzar situaciones incómodas para capturar el momento exacto en que los rostros de sus compañeros se desencajaban, se distorsionaban en muecas de perplejidad: cejas arqueadas en interrogantes perpetuas, bocas semiabiertas esperando una exhalación profunda, un segundo eterno antes de que alguien se atreviese a romper esa tensión artificial. Era increíble la facilidad con que podía manipularnos.
Pensé que debía ser muy observador para analizarnos, en grupo o individualmente, y muy paciente para esperar el momento adecuado en que embestía con toda su astucia. Noté que prefería hacerlo en las tardes, cuando ya nos disponíamos a salir del laboratorio, con las batas sucias y los guantes corroídos, las defensas bajas y un agotamiento extremo. Y aunque sabíamos de antemano que terminaríamos envueltos en uno de sus juegos truculentos, no podíamos dejar de prestarle atención. ¿A tal grado llegaba el morbo en nuestro grupo? ¿Acaso nuestras vidas eran tan tediosas y aburridas que necesitábamos condimentarlas con las vergonzosas revelaciones colectivas? ¿Una patológica necesidad de sentirse un poco mejor a costa de la humillación del otro, de la degradación del otro?
Casi me avergüenza decir que fue divertido al inicio. Recuerdo la vez en que Leonardo capturó el rostro de Troya al enterarse de que su novia estaba embarazada. Ese mismo día, el jovenzuelo se encargó de demostrar que las cuentas no cuadraban, pues Troya se hallaba haciendo un trabajo de campo fuera de la ciudad en los meses de la probable concepción. Soltó su hallazgo en el aire y esperó a que hiciera su efecto, como si de un reactivo de alta volatilidad se tratara. Nunca más volvimos a ver a la novia de Troya por el laboratorio.
Muy pronto me harté de ese ambiente cáustico y, mientras los demás formaban un corro alrededor del joven Leo, yo aprovechaba los últimos minutos de la tarde para buscar alguna información complementaria o preparar café. Una tarde, mientras esperábamos que dejara de llover, el coleccionista formuló su pregunta:
–Xavo, ¿con quién de los de aquí presentes te gustaría follar?
Un breve silencio se instaló en la sala, antes de ser interrumpido por la risilla de la Maga y las mofas del resto.
–¿En serio, David? –dijo Leonardo, dirigiéndose a mí.
Yo no había apartado la mirada de la pantalla; no entendí lo que había pasado. Solo entreví que Xavo cogía su maleta y su paraguas, y salía sonrojado, perseguido por irónicos aplausos. Farid tuvo que explicármelo luego: Xavo no había dicho nada, pero sus nervios debieron traicionarlo porque, involuntariamente, había regresado a verme.
–Hágale, David, sin miedo –se burló Fardi–, ya que lo tuyo con Gaby no funcionó.
Otro silencio más profundo, más oscuro, prosiguió a ese comentario. Y vi salir a mi ex sin despedirse de nadie. El juego había terminado, pero el coleccionista ya había obtenido lo que buscaba.
El rumor de la aparente homosexualidad de Xavo se dispersó por todo el laboratorio, permeó por todas las aulas de la Facultad y se integró en la Universidad como si fuese una verdad absoluta.
Pasó muchísimo tiempo antes de que Xavo volviera a hablar conmigo o a dirigirme la mirada. Yo también salí salpicado, claro, pero a mí me daba igual, o eso pensaba. Pero, entonces, ¿qué era ese rencor que sentía? Venganza, una venganza necesaria por todas las víctimas del coleccionista.
La oportunidad perfecta se presentó un día en que Leonardo nos propuso un juego. Esa tarde, además de él, solo estábamos la Maga, Gaby y yo; Farid había salido hace poco. Nos sentamos alrededor de un punto imaginario, mientras cantábamos una rima mientras y nos pasábamos un marcador. El participante que lo tuviera al momento de terminar daría un beso a quien deseara; con cada ronda la pasión iría en aumento.
Empezó Gaby rozando sus labios en mi mejilla (cuánto la extrañaba, pero no podía distraerme); la Maga se arriesgó con un piquito a Leo; mi ex sorprendió a la Maga (y a todos) con un contacto labial de diez segundos. El siguiente debía ser un beso con lengua. El marcador terminó en mis manos.
–Maga –empecé, y ella se alistaba, entrecerraba los ojos–, ¿crees que debería besar al joven Leo?
–Loco, ¡qué te pasa! –rugió este.
–Tu juego, tus reglas –dije.
Antes de que pudiera argumentar algo más, me lancé hacia él. Pero apenas percibí su lengua tuve que salir corriendo hacia el baño, las arcadas llegaron como truenos en plena lluvia. Casi no tuve tiempo para escuchar las burlas de las chicas, mientras me imaginaba la perplejidad de Leonardo, obligado a incluirse entre su repugnante colección. Doble venganza para mí: ya me imaginaba la mañana siguiente, frente a todos, preguntándole a un joven abiertamente homofóbico qué se sentía besar a un hombre…
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La Disputa