EL TÚNEL

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Túnel, túnel, túnel, túnel, túnel

Amanecía como de costumbre; con fúlgidos rayos de sol ensombrecidos por errabundas nubes que, asustadas, aceleraban su paso por el ruido del agua asperjada a uno tras otro coche en la mecánica de atrás. Debían ser las once o quizá las doce ¿Eso importaba? No realmente. Tras haber estado conectado al tiritar de pensamientos y temores durante tanto tiempo, por fin he logrado hacer las paces con mis almohadas en una tierna y romántica escena de ojeras desvanecidas y cobijas arremolinadas. Pero hoy no he debido despertar a estas horas, ni a ninguna otra. La mente humana es brillante y sabe cómo interpretar los sentimientos del espíritu. En el fondo, mi ineluctable reunión con el médico en su consultorio aumentó el lastre de mi sueño, así que antes de que renunciara por completo a mi cometido, caminé directo hacia el pasillo con dirección a la ducha sin volver la mirada.

Odiaba profundamente los hospitales, esos bastiones de atmósfera fúnebre henchidos de llantos y alaridos de dolor. Todo estaba diseñado con aciaga pulcritud; el remusgo que choca contra paredes y camillas, las enfermeras que transitan por cada pasillo dejando la estela de la descortesía a sus espaldas, el siniestro orden de la lista de espera para ser atendido y la inescrutable mirada de esos seres revestidos de blanco. Recuerdo que hubo una época en la que todo esto era uno de mis mayores sueños. Ayudar a los enfermos y desvalidos, operar a un paciente de un tumor en el cerebro, vencer el tránsito implacable de un cáncer terminal, o simplemente curar las varices de las piernas de mamá, todas ellas valerosas empresas que solo quedaron escritas sobre el papel. El costo por querer ayudar a unos cuantos lo debía reponer castrando mi propia sensibilidad, un precio que no estaba dispuesto a pagar. No entiendo en que estaba pensando. Pero ese no soy yo, sino aquel que me espera a las tres de la tarde para una sencilla revisión de muelas. Como si lo de “sencilla” fuese un gran consuelo para este miedo cerval.

¿Alguna vez se han subido a un taxi temiendo lo peor? Creo que cualquier miedo mundano palidece junto al temor de las más sórdidas sospechas en el asiento de atrás. Cualquier desvío, cualquier atajo, curva o reversa la asumimos con total fatalidad. No era la primera vez que un viaje a bordo de uno de estos cacharros me inquietaba. Hace unos años, la que pensé sería mi última noche con vida se transformó en una anécdota graciosa digna de ser contada a más de un amigo; pero uno no corre con la misma suerte dos veces, o eso dicen.

Un inane gesto grave recorre detenidamente el retrovisor para enfrentar al ejecutor. Este no responde; sospechamos que finge su sordera. Madre hace presión sobre mi brazo hasta dejar sus huellas impresas como surcos que recortan mis venas. Con tono engolado y haciendo acopio de valentía prorrumpo en interrogantes, pero el conductor mantiene fija su mirada en el volante y la lobreguez de un túnel cercano oscurece la cabina del taxi. Algo no va bien. Nos dedicamos miradas abatidas que no tardan en extinguirse, presas de las sombras de aquel pasadizo. La espera para llegar hasta el final parecía eterna.

Las manos sudan, rosetas de arrebol brotan en las mejillas, y una repentina cerrazón en el pecho dificulta la respiración. Hemos llegado, pero no estamos solos; a los costados de la calzada yacen tres hombres no mayores a mí. Sus risas son interrumpidas por nuestro paso, como si nuestro arribo significara algo. Uno de ellos hace una señal ladeando la cabeza en dirección a nosotros y los tres se levantan con predecible malicia. Nuestro cochero permanece en silencio y no atiende a nuestra visible desesperación.

Algo le ocurre, parece que un ribete de compasión toma posesión de él y acelera sin titubeos. Las figuras de nuestros verdugos se pierden a la distancia. Ahora un inefable alivio nos devuelve a las cotidianas tragedias del mundo.

Ni mi madre ni yo entendemos bien lo sucedido, el chofer solo alega que tomó ese atajo para evitar un rodeo de tráfico. Poco importa si dice o no la verdad. El mismo hado que me resguardó en el viaje en taxi del pasado, así como de mi contienda con Narciso y mis encuentros subrepticios con la muerte, había asegurado de nuevo: mi vida y la de mi madre.

Hemos llegado al hospital y el hombre se estaciona en el mejor lugar que su pericia le permite. Le abono lo pactado y me precipito hacia la puerta. Me bajo, ayudo a mi madre a apearse del auto y echo un último vistazo al taxista bajo sus gafas oscuras. Sé que me mira, lo ha hecho todo el tiempo. Desde que subí, no me ha quitado los ojos de encima ¿Qué habrá visto? Supongo que miedo, eso debió saciar su apetito. Mi recorrido termina con una sonrisa de complicidad reflejada en el retrovisor. Creo que quiso perturbarme hasta el final de mi recorrido o quizá esperaba un agradecimiento del otro lado del espejo.

Ya en el hospital, todo lo que antes parecía estar hecho para atormentarme no podía ser más reconfortante. La seguridad de aquella nívea fortaleza me garantizaba el resuello de la tarde. Las palpables huellas de la reciente desazón se reflejaban en mi macilento rostro con gélidas gotas de sudor rezumando sobre mi frente. Un ensordecer ruido blanco enmudecía a los llamados que brotaban de la enfermera. Chasqueando los dedos, mi madre me alerta. Era mi turno, hora de enfrentar a quien tanto temía. A paso de tortuga crucé las puertas del que ya no era un infierno y lo siguiente transcurrió casi mecánicamente. El que hasta hace unas horas era el heraldo de calamidades y espantos, no era más que una broma de mal gusto comparado al cochero perverso. Salimos del hospital y era momento de regresar a casa. De nuevo, un taxi se encargaría de llevarme a mi destino. Un repentino escalofrío recorre mi espina y la sola idea de que la vida me reúna con aquel sinvergüenza hace que no dude en compartir el viaje con otros diez reclutas de la peste sentados en el autobús. De todos modos, la muerte vendrá, quizá por un carraspeo esa misma noche, o en un viaje a bordo de un taxi. Solo espero que su visita no me conduzca de vuelta al viejo túnel.

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1 COMENTARIO

  1. Hola. ¡Me encantó el cuento! Me pareció brillantemente narrado. Me llamo Isabel, soy profesora de Lengua y Literatura, doy talleres literarios y estaba buscando un texto para intertextualizar con la obra homónima de Ernesto Sábato. ¿Podría tener algún dato de tu biografía, como para acompañar el análisis? Quedo a tu disposición. Desde ya, muchas gracias. Isabel Díaz Vera

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