Ruidos Ruidos Ruidos Ruidos Ruidos Ruidos Ruidos Ruidos Ruidos
Hay una peste; hay silencio; hay muerte. Hace no mucho aborrecía el ruido. Toda esa molesta estridencia que irrumpía en el habitáculo me enloquecía. Pero ahora, viendo a través del frío enrejado en búsqueda de una risa, un llamado o una melodía, solo me encuentro con el fúnebre peregrinaje de viandantes que transitan por las veredas, como buscando un destino que saben cercano.
Me pregunto ¿qué le pasó al rutinario alborozo de la mecánica de atrás? ¿Es que todos se han muerto acaso? Quizá no. Quizá sus risas estén ahogadas por el cubrebocas; ese asfixiante y hermético trapo en el que se anegan gestos de dolor y desesperanza de quienes hemos perdido a un ser amado, o simplemente nos hemos dado de bruces con nuestra voz interna en un dialogo que ya no puede ser aplazado. No es fácil conocerse a uno mismo bajo estas condiciones, pero lo es más difícil si premeditamos cualquier ruido que enmudezca nuestros propios gritos.
Postergar un simple intercambio de frases conmigo, en total mutismo, y solo con las manecillas y las paredes como testigos, me aterraba. Ser un escapista era mi profesión. A decir verdad, ahora no recuerdo bien como lo hacía. De un versado prestidigitador pase a ser un cenobita compulsivo. El consuelo mayor a ese afectado sosiego lo hallé en conversaciones en la mesa durante el almuerzo, furtivas visitas a mi madre entre sus rosas y geranios y en noches enteras de insomnio junto al buen Dostoyevski recordando el engaño. Diría que me complace la quietud, que la recibo con enorme gratitud, tras años de haber sido acompañado por esa banda sonora de fierros y neumáticos con los que regresaba sobre las líneas de lo que leía y advertía incomprensible. Sin embargo, no deja de entristecerme.
Esa gente, a la que probablemente nunca veré de cerca, se han convertido en mis compañeros; un indeseable cortejo con el que, con todas las complicaciones que su compañía supone, tomo a la faena entre los dedos para lentamente dar forma a una nueva creación salida de las entrañas del bullicio. Pero ahora no están más. Ya no se escuchan sus carcajadas, ni sus insultos, mucho menos su inconfundible música. Solo reina el silencio y un ocasional choque de herramientas contra el suelo. Jacques Attali define a la vida como ruidosa y solo a la muerte como silenciosa. Ruidos del trabajo, ruidos de los hombres y ruidos de las bestias. No ocurre nada esencial en donde el ruido no esté presente. Entonces ¿es este otro de mis encuentros con la muerte? Supongo que sí. A pesar de que lo veo desde las antípodas de mi recámara, ese desagradable gusto ferroso y salino que baja por mi garganta, me mantiene pegado a la ventana en espera de un ruido que desdibuje este funesto paisaje.
El implacable paso del virus no solo amordazó a quienes en sus pulmones marchitos germinaba agónicos estertores de decrepitud, también acalló a quienes en un acto de supervivencia primitiva nos escondimos en nuestras cuevas para sortear la virulencia de esta plaga. Los únicos ruidos que se escuchan son llamados de alerta y alaridos de pánico. El miedo llevado al extremo de la paranoia es ahora la única charla que rompe con el silencio. Aunque me agobia leer y escuchar los pregones de alerta los acepto. ¿Qué opción me queda? De todas formas, sé que al final del día puedo volver a departir con mi conciencia, esa parte de mí que en actitud inmarcesible se ha vuelto más cuerda en medio del caos. Que conveniente.
Si algo se les debe reconocer a las crisis por las que caminamos a tientas en medio de la lobreguez absoluta es el condigno crecimiento del espíritu. Lo he entendido. A solas y sin un amigo que se interesara más por mis desgracias que por su minusvalía humana, los mecánicos han estado a mi lado cuando más feliz mi corazón palpitaba y minutos después, el espejismo de lo que se creía verdad se diluía en una cascada de lágrimas. Al igual que el campesino, Marei reconfortando a un aterrorizado e inocente Dostoyevski, esta gente ha sido más consuelo que cualquiera con el que haya llevado mi voz al extremo del carraspeo. No nos conocemos y quizá nunca nos saludemos, pero del otro lado del visillo que cubre el frio enrejado, los mecánicos tienen un amigo muy cercano.
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