visitante, visitante, visitante
Eran ya tres o cuatro noches al hilo sin conciliar el sueño; nada extraño, podría suponerse, viniendo de mí. Sin embargo, la incapacidad de mi conciencia para hallar el asueto empezaba a hastiarme. Nada se podía hacer para salvarme del desahucio. Leía párrafos enteros en búsqueda del sopor que me había sido arrebatado, el bisbiseo de la televisión me amodorraba, para luego, cruelmente, despabilarme con uno de sus previsibles estruendos y el celular solo erosionaba mi visión, sin que mis anteojos paliaran el escozor de mi cansancio. Incapaz de franquear el sólido mampuesto de pensamientos y dudas, me sumergía entre las cobijas hasta los lindes de la asfixia, para que así, un venturoso desmayo me otorgara el descanso. Los ronquidos que provenían del tálamo de mis padres sonaban como los regaños que mi madre pronunciaba a diario, cuando uno o dos de mis largos cabellos yacía envuelto entre las hendijas de la coladera. El reloj no hacía más que burlarse de mi suerte, rumoreando carcajadas entre cada repique de sus manecillas; “JA-JA”, parecía anunciar, en sincronía con los segundos.
-En la noche se delira, o más bien, los delirios nos visitan – pensé.
La locura distorsionaba las formas y sonidos a mi alrededor. La poca cordura que me quedaba y mi voz con la que musitaba réplicas a cada desquicio, eran ahora mi resguardo. De pronto, los litros de agua que había trasegado a granel empezaron su recorrido hacia mi vejiga. Cuando húbose percatado de la acuciante necesidad, mi conciencia depuso su monólogo y salí hecho una tromba directo hacia el pasillo que conduce al baño. Sin apenas esforzarme, una cristalina salpicadura se vertió en el sanitario, primero en las paredes que bordean el retrete y luego directo en el blanco. Mi rostro expresaba un visible alivio. Esa iba a ser probablemente la sensación más cercana al descanso.
Las horas pasaban a cuentagotas y la desesperación se hacía patente. De regreso a mi habitación, me detuve frente al visillo que recubre la ventana justo detrás de mi cama. Allí, algo fascinante atrajo mi atención; ligeras capas de neblina acompañaban el rielo de las farolas, mientras que el relente de la noche contorneaba figuras cada vez más antropoides. En medio de mi embeleso, lo que parecía ser la silueta de un hombre alto y garboso empezó a columbrarse. Aquel sujeto caminaba con porte marcial y natural desenfado. La gracia de sus pasos era hipnótica y no pude evitar tirar hacia un costado para verlo ya no entre la cortina, sino por el enrejado. El extraño dio un par de pasos más hasta situarse justo en mi delante. Por un momento quise que notase mi presencia, pero no tardé en lamentar tal disparate.
Las manecillas se movían sordamente, mientras el rostro de mi visitante se volvía en dirección a mi ventana. Un escalofrío recorrió mi espina y antes de siquiera reconocer alguno de sus rasgos, me tumbé sobre mis espaldas, dejando que las cortinas pendieran por sí solas hasta la calma. Unas furtivas lágrimas y unas cuantas gotas de sudor perlaban mi rostro ¿Por qué me aterraba tanto aquel extraño? No entendía la razón de mi repentina angustia. Traté de darme ánimos y haciendo acopio de una valentía que disimulaba mi espanto, erguí mi cabeza hasta que mis ojos vislumbraban el borde de la calzada. Él permanecía inmóvil, justo en la posición en la que lo dejé hasta antes de mi sobresalto. Habiendo advertido mi presencia, el viandante encaminó su mano derecha hacia el bolsillo de su abrigo. Una parte de mí le rogaba de fondo:
– ¡Tira del maldito gatillo! ¿qué esperas?
Pero el sinvergüenza solo prorrumpió en risas, mientras continuaba su recorrido hasta perderse en la bruma. Parecía haber escuchado mis lamentos ahogados.
Seguí sus pasos hasta que el alborozo declinó en la lejanía. Entonces retorné hacia mis cobijas, completamente confundido y sin asomo de letargo. Tenía demasiadas preguntas, pero una vez más, mi organismo apremiaba y debía emprender otro viaje al sanitario. Esta vez, ya no me detuve a deleitarme con el placer del desahogo. Me apresté a volver a mi recamara, sin sospechar que una sombra de particularidades consabidas me esperaba en el corredor. En un principio, supuse que se trataba de mi hermano, pero pronto me di de bruces con la silueta de aquel nefario. Lo siguiente a eso es muy confuso; mis piernas languidecieron hasta que desfallecí en el umbral de mi dormitorio. No recuerdo nada más de esa noche.
A la mañana siguiente, desperté cómodamente arrebujado en mis aposentos. Le pregunté a mi madre si había escuchado el estruendo de mi caída, a lo que extrañada me inquirió:
– ¿Anoche te caíste?
-Me parece que sí, o quizá solo lo soñé -respondí, fingiendo que se trataba de una de mis cuchufletas.
Luego de tomar un ligero tentempié, subí hasta mi habitación. Apenas puse un pie dentro de la estancia, noté que la cortina estaba desarreglada, como de resultas de un vistazo hacia la avenida por el paso de un extraño. Avancé hacia mi ventana y atavié el visillo para devolverle su nimio encanto. Entretanto, una aguda aflicción en mi cabeza hizo que me detuviera. Dirigí mis dedos hacia el núcleo de mi dolor y descubrí un pequeño bulto, cuyo origen desconocía.
Eché un vistazo al corredor, solo para advertir con mayor pavor que, el umbral de mi puerta tenía una ligera abolladura, como si mi cabeza se hubiese estrellado directamente contra ella. Mi intemperancia investigativa entonces sucumbió. No quise conocer más detalles de lo que realmente me ocurrió la noche anterior. Ahora procuro ir a dormir antes de que pase el último conductor; antes de que se escuche la última voz, la última canción y los pasos queditos del último peatón. Sé que después de aquello, a quien he decidido llamar “mi visitante”, emprende su viaje a la espera de que yo lo vigile. La próxima noche espero estar dormido cuando decida visitarme…
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