Instantes paralelos

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I

Su entusiasmo era admirable, pero su decepción lo desmadejaba con el pasar de dos y tres horas frente al brillo del ordenador. Sus ojos se entornaban mientras un escarpado zigzagueo circuía su marchita visión. Ya ni sus anteojos paliaban el escozor. Su irredenta criticidad y la satisfacción de la soledad compensaban los días en que el bisbiseo del profesor se tornaba lento y soporífero.

– No sé cómo un tipejo así puede ser profesor-pensó.

Los primeros días conservaba cierta esperanza velada en su acezante respiración antes de cada clase, sin embargo, una vez que el calendario anunciaba la extinción del día treinta del mes primero, no hubo rescoldo de optimismo lo suficientemente perverso para mantenerlo en aquel deliquio.

– ¿Qué más da? Seguramente, todos aprobaremos el semestre sin haber aprendido nada. Lo único que se escucha bajo la intermitencia del internet son los fútiles intentos de ese hombrecillo por lavarnos el cerebro.

¿En qué momento la educación se convirtió en el oasis de la más burda evangelización? No era hombre devoto, mucho menos de culto, y ahora tenía que soportar la homilía del patético dómine con delirios de escritor conspicuo. No era un dechado de respeto y circunspección, pero entendía que detrás de la megalomanía narcisista con la que se profería tanto desdén, se ocultaba un profundo sentimiento de inferioridad.

– “No me gusta, no me sirve, ¿por qué colocas ese punto ahí? No basta con ser el más rápido, hay que hacer bien”-recordó socarronamente. ¿Tú qué vas a saber de escritura? No eres más que un fiel sufragáneo, un idólatra obnubilado, el encomiasta de prevaricadores.

La indignación había llegado a su culmen. No hay nada que hacer, estamos desahuciados. En la postrimería del semestre, ya cuando el cuerpo no responde y la mente se hunde en la más placentera desidia, el fantoche recordó que durante cuatro meses no hizo más que hacer gala de su ego supino.   

-No hay alternativa- se dijo. Tengo que hacer lo de un semestre en un día. ¿Qué puedo hacer ante tal atropello? ¿Cómo puedo demostrar lo que siento sin que la cobardía y el revanchismo de la autoridad tome represalias? Nada me asegura aquello- lamentó.

La melopea del reloj duró unos instantes hasta que advirtió que su escrito no podía ser más pulcro. En ausencia de una voluntad colectiva, en medio del silente conformismo y la indiferencia, resolvió que el tamborileo de sus dedos en el teclado era la respuesta a su desazón. Después de todo, es muy fácil prorrumpir en vilipendios cuando se está frente al ordenador ¿Por qué no hacer algo más digno un viernes por la tarde?

II

Primer día de clases, una ocasión en la que se mezclan los peores miedos y la ansiedad más virtuosa. La próxima reunión empezaría en breve, por lo que el rebozo de la displicencia aguardaba en la poltrona de su estudio. Era tiempo de disfrazarse de profesor.

Un sutil espasmo lo invadió y decidió iniciar la reunión. Eran quince, luego veinte y finalmente más de treinta los estudiantes que engrosaban la lista del patíbulo.

-Buenas tardes chicos, espero que este semestre nos llevemos bien- afirmó con un ribete de insidioso encanto.

Conferenciar una clase no era lo suyo, mucho menos la cortesía. Escuchar las vacilaciones de los estudiantes era casi una afrenta, un ultraje a su magnánima erudición. Pobre de aquel que osara incordiar a su ilustre clarividencia.

El miedo infundado tras los escarnios en frente de todo el salón era la única sensación que concitaba con su abyecta presencia. Escucharlo era molesto, pero ver su ominosa expresión rayaba en la sevicia.

-Honestamente, no sé porque tengo un grupo de estudiantes tan inútiles. No pueden leer ni un simple texto. En fin, supongo que no me queda otra opción, después de todo, no hemos avanzado nada en estos cuatro meses-sentenció, antes de materializar su malevolencia.

Nada le resultaba más placentero que arruinar las últimas semanas de clases. Se refocilaba en su protervia. Ahora solo restaba la espera de que el más sumiso de sus turiferarios cumpliera con lo asignado.

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